CONVERTIRSE EN UNA «SAUMENSCH»

Sí, una ilustre carrera.
Sin embargo, debo reconocer que hubo un considerable paréntesis entre el robo del primer libro y el segundo. También hay que tener en cuenta que el primero lo robó a la nieve y el segundo a las llamas, sin olvidar que otros no los robó, sino que se los dieron. En total tenía catorce libros, pero ella sostenía que la mayor parte de su historia estaba en una decena de ellos. De esos diez, robó seis, uno apareció en la mesa de la cocina, un judío escondido escribió dos para ella y el otro le fue entregado por un amable atardecer vestido de amarillo. Cuando empezó a escribir su historia, se preguntó por el momento exacto en que los libros y las palabras no sólo comenzaron a tener algún significado, sino que lo significaban todo. ¿Fue al ver por primera vez una habitación llena de estanterías abarrotadas de libros? ¿O cuando Max Vandenburg llegó a Himmelstrasse con las manos repletas de sufrimiento y el Mein Kampf de Hitler? ¿Fue por leer en los refugios antiaéreos o quizá por la última procesión hacia Dachau? ¿Fue El árbol de las palabras? Tal vez nunca pueda precisarse con exactitud cuándo y dónde ocurrió pero, en cualquier caso, estoy anticipándome a los acontecimientos. Por ahora, debemos repasar los inicios de Liesel Meminger en Himmelstrasse y el arte de ser una Saumensch.

Cuando Liesel llegó a Molching tuvo al menos la sensación de estar a salvo, pero eso no era ningún consuelo. Si su madre la quería, ¿por qué la había abandonado en la puerta de unos desconocidos? ¿Por qué? ¿Por qué?
¿Por qué?
A pesar de que conocía la respuesta —aunque vagamente— no parecía satisfacerla. Su madre siempre estaba enferma y el dinero nunca llegaba para que se curara por completo. Liesel lo sabía, pero eso no significaba que lo aceptara. No importaban las veces que le habían dicho que la querían, no reconocía ninguna prueba de ello en su abandono. Nada cambiaba el hecho de que era una criatura esquelética y perdida en un lugar nuevo y extraño, rodeada de gente extraña. Sola.

Los Hubermann vivían en una de las casitas con forma de caja de Himmelstrasse: unas habitaciones, una cocina y un baño exterior que compartían con los vecinos. La vivienda tenía el tejado plano y un sótano para almacenar cosas. Pero no tenía la «profundidad adecuada»; y aunque en 1939 eso todavía no representaba ningún problema, más tarde, en 1942 y 1943, sí lo fue. Cuando comenzaron los bombardeos aéreos, siempre tenían que salir corriendo en busca de un refugio más seguro. Al principio, lo que más le impactó de la familia fue su procacidad verbal, sobre todo por la vehemencia y asiduidad con que se desataba. La última palabra siempre era Saumensch o bien Saukerl o Arschloch. Para los que no estén familiarizados con estas palabras, me explico: Sau, como todos sabemos, hace referencia a los cerdos. Y Saumensch se utiliza para censurar o humillar a la mujer. Saukerl (pronunciado tal cual) se utiliza para insultar al hombre. Arschloch podría traducirse por «imbécil», y no distingue entre el femenino y el masculino. Uno simplemente lo es.
Saumensch, du dreckiges! —gritó la madre de acogida de Liesel la primera noche, cuando la niña se negó a bañarse—. ¡Cochina marrana! Venga, fuera esa ropa
Se le daba bien ponerse hecha una energúmena. De hecho, podría decirse que el rostro de Rosa Hubermann siempre estaba poseído por la furia. Por eso le habían salido tantas arrugas en la piel.
Liesel, por supuesto, estaba aterrorizada. No iban a conseguir meterla en una bañera ni, llegado el caso, en una cama. Se acurrucó en un rincón del cuarto de baño que parecía un armario, en busca de unos brazos invisibles en los que apoyarse, pero sólo encontró pintura seca, dificultades para respirar y el aluvión de improperios de Rosa.
—Déjala en paz. —Hans Hubermann interrumpió la pelea. Su suave voz se abrió camino hasta ellas, como si se deslizara entre la multitud—. Déjame a mí. Se acercó y se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Las baldosas estaban frías y duras. —¿Sabes liar cigarrillos? —preguntó, y estuvieron una hora sentados en la creciente oscuridad, jugando con el tabaco y el papel que Hans Hubermann se iba fumando. Al cabo de una hora, Liesel sabía liar un cigarrillo bastante bien. Pero todavía no se había bañado.

ALGUNOS DATOS SOBRE 
ROSA HUBERMANN 
Medía un metro cincuenta y cinco, y llevaba su liso pelo 
castaño grisáceo recogido en un moño.
 Para complementar los ingresos de los Hubermann, 
hacía la colada y planchaba para cinco de las casas más acomodadas de
 Molching,
 Cocinaba de pena. 
Poseía una habilidad única para irritar a casi todos sus
 conocidos. 
Pero quería a Liesel Meminger.
 Sólo que su forma de demostrarlo era un tanto extraña.
 Entre otras cosas, a menudo la agredía verbalmente y
 físicamente con una cuchara de madera. 

Cuando Liesel por fin se bañó —después de dos semanas en Himmelstrasse— Rosa le dio un abrazo enorme, de los que te envían al hospital. —Saumensch, du dreckiges, ¡ya era hora! —la felicitó, a punto de asfixiarla.
Al cabo de unos meses dejaron de ser el señor y la señora Hubermann. —Escúchame bien, Liesel, de ahora en adelante me llamarás mamá — espetó Rosa, con su típico tono. Se quedó pensativa un instante—. ¿Cómo llamabas a tu madre? 
—Auch Mama, también mamá —contestó Liesel en voz baja. —Bueno, pues entonces yo seré la mamá número dos. —Miró a su marido—. Y a ese de ahí —daba la impresión de que tenía las palabras en la mano, bien apelmazadas, para lanzarlas al otro lado de la mesa—, a ese Saukerl, ese cerdo asqueroso, lo llamarás papá, verstehst? ¿Entendido?
—Sí —asintió Liesel sin demora.
 En esa casa apreciaban las respuestas rápidas. 
—Sí, mamá —la corrigió mamá—. Saumensch.
 Llámame mamá cuando me hables.
En ese momento Hans Hubermann acababa de liarse un cigarrillo, después de haber humedecido el papel y haberlo pegado. Miró a Liesel y le guiñó un ojo. No le sería difícil llamarlo papá.







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